Si Maspalomas hoy huele a aftersun y a fritanga inglesa, si las dunas son tan fotografiadas como los Tower Bridge en el álbum del jubilado británico medio, se lo debemos en buena parte a un emporio con nombre de oficinista: Thomson Holidays. Los muy pillos supieron ver antes que nadie que el sur de Gran Canaria era el sitio ideal para freír ingleses al sol sin que se quejaran del Brexit, ni del IRA, ni de los lunes grises de Londres.
A mediados de los sesenta, con Franco vivo pero despistado, y mientras algún tecnócrata soñaba con “desarrollar” el desierto playero que iba de El Inglés a Meloneras, los de Thomson ya estaban tomando nota. Fundados en 1965, aquellos señores británicos —que juntaron en su pecera de empresas a Skytours, Riviera, Luxitours, Gaytours y una tal Britannia Airways— pusieron los cimientos de algo que cambiaría para siempre la costa sur de la isla: el turismo masivo empaquetado, servido frío en folletos a todo color y caliente en vuelos chárter sin alma.
El truco era tan simple como brillante: volar barato desde Manchester o Gatwick, plantar al turista en una habitación de bloques prefabricados a dos pasos de la arena, y prometerle que durante catorce días no vería ni una nube ni una factura. El modelo era tan efectivo como un bombardeo: los ingleses llegaban en oleadas, cargados de libras, quemados por el sol y felices como niños con helado. Y a los hoteleros canarios, claro, se les hizo la boca agua.
Thomson no solo llenaba aviones, llenaba camas. Firmaban contratos de ocupación con complejos que ni habían acabado de poner los grifos, y eso espoleó la fiebre del cemento. Cuanto más traían los ingleses, más se construía. El sur se convirtió en un tablero de Monopoly en el que cada casilla valía su peso en libras. Y por si fuera poco, aquellos genios del marketing forraron el Reino Unido con promesas de “sunshine holidays” y playas sin medusas. Las agencias Thomson eran como portales a otro mundo: no el Caribe, no Tailandia. Era Gran Canaria, “The Canary Islands”, con ese tono exótico y manejable, como un mojito sin ron.
El tinglado duró lo suyo. En el año 2000, los alemanes de Preussag le metieron el diente a Thomson, y la marca siguió un tiempo viva, como un fantasma con olor a crema solar. En 2017, desapareció del todo y pasó a llamarse TUI, el gigante que sigue hoy llenando aviones de alemanes y británicos para empaparlos de sol canario. Pero lo que importa no es el nombre. El legado de Thomson es otro: la conversión de una tierra de cabras y salitre en un parque temático del verano eterno. Democratizaron el viaje, sí. Pero también convirtieron las dunas en postales repetidas, y el sur en una máquina de facturar turistas como si fueran chorizos. Nadie se escandalizó. Porque el turismo, como los ingleses, cuando llega en masa, es muy educado: te sonríe mientras te compra el alma por un bocadillo de bacon.