En el vibrante corazón de Playa del Inglés, donde el sol se funde con la arquitectura moderna de complejos y hoteles, dos siluetas se alzan discretas, a menudo pasadas por alto por el torbellino de turistas. Son las Torres de Playa del Inglés, dos gigantes de hormigón que, aunque hoy puedan parecer anacrónicas para algunos, fueron piezas angulares en la transformación de este paraje dunar en uno de los destinos turísticos más importantes de Europa.

Diseñadas por el arquitecto Juan Manuel Delgado Bethencourt y levantadas en 1971, estas estructuras no nacieron para el ocio directo, sino como el pulmón funcional de un ecosistema en crecimiento. Su concepción fue puramente pragmática: albergar oficinas de empresas, operadores turísticos, bancos y los servicios públicos esenciales. Eran, en esencia, los cimientos burocráticos y financieros sobre los que se construiría el imperio turístico del sur de Gran Canaria.

Con el paso del tiempo, estas torres se convirtieron en un verdadero centro neurálgico de la actividad económica y financiera. Desde sus despachos se gestionaban las reservas de miles de visitantes, se realizaban transacciones bancarias cruciales para el florecimiento de negocios locales y se coordinaban servicios que daban soporte a una población flotante cada vez mayor. Fueron el cerebro invisible detrás del éxito de Playa del Inglés.

Hoy, aunque el paisaje urbano ha evolucionado y muchos de esos servicios se han dispersado o digitalizado, las Torres de Playa del Inglés permanecen como un mudo testimonio de una época. Son un recordatorio de cómo la visión arquitectónica y la planificación estratégica construyeron, ladrillo a ladrillo, el milagro turístico del sur de Gran Canaria, dando forma a un destino que sigue atrayendo a millones y que debe parte de su éxito a estos discretos, pero fundamentales, pilares de su desarrollo.