El gasto sin control de Las Palmas hunde al sur de Gran Canaria. En Maspalomas se podrían pagar sueldos como Mónaco si tuviera autonomía fiscal propia como la del Cabildo de Gran Canaria. Su economía genera cifras que la sitúan por encima de muchas regiones europeas en términos de riqueza por habitante. Y sin embargo, los trabajadores que mantienen en pie el emporio turístico del sur de Gran Canaria apenas superan los 1.100 euros brutos mensuales.
San Bartolomé de Tirajana, el municipio al que pertenece Maspalomas, produce un PIB estimado de entre 2.800 y 3.100 millones de euros al año. Con una población de apenas 55.000 habitantes, eso se traduce en un PIB per cápita superior a los 50.000 euros, comparable al de países como Luxemburgo o microestados como Mónaco y Andorra. Sin embargo, esa riqueza no se refleja en las nóminas ni en la calidad de vida de sus residentes.
Maspalomas no dispone de soberanía fiscal. No puede establecer impuestos al turismo residencial, ni fijar tasas propias a la actividad económica vinculada al lujo o al alojamiento vacacional. Todo lo que se genera —en forma de pernoctaciones, alquileres, consumo, inversiones hoteleras— tributa en otros municipios, otras comunidades o incluso fuera de España. El 80 % del PIB que se produce en la zona se marcha sin dejar retorno local significativo.
El resultado es una paradoja económica sostenida en el tiempo: una de las zonas más productivas de Canarias y de España es, también, una de las más castigadas por los efectos del turismo sin control. Los trabajadores esenciales viven con sueldos mínimos, los alquileres suben, las escuelas y los centros de salud colapsan en temporada alta, y los impuestos que sostienen esos servicios no reflejan la población real ni el impacto de los 4 millones de visitantes anuales que recibe Maspalomas.
Frente a eso, los referentes internacionales lo tienen claro. Mónaco regula el acceso a la residencia y se financia con impuestos diseñados para proteger a su población frente a la presión del capital exterior. Andorra capta riqueza con fiscalidad inteligente y mantiene control sobre quién vive y trabaja dentro de su territorio. Incluso islas más pequeñas, como San Bartolomé (Saint-Barth) en el Caribe francés, gestionan su economía turística con reglas claras y beneficios tangibles para los locales.
En Maspalomas, en cambio, la riqueza se va. Y la pobreza se queda. Camareras de piso, jardineros, conductores de guagua, recepcionistas y cocineros sostienen un modelo que no les recompensa. Son el engranaje de un sistema extractivo que los mantiene atrapados entre la estacionalidad, la vivienda imposible y las nóminas de subsistencia.
La conclusión es rotunda desde el primer párrafo: Maspalomas no necesita más turistas. Necesita más poder. Poder para regular su población, para retener parte de la riqueza que genera, para decidir sobre su gasto y su infraestructura. Hasta que eso no ocurra, seguirá siendo lo que es: una Mónaco soleada para quien viene de paso… y una trampa económica para quien trabaja bajo ese sol.