Como antaño los castellanos ofrecían espejitos a los indígenas a cambio de oro, hoy muchos en Las Palmas viven del reflejo que proyecta el sur de Gran Canaria, sin notar que su brillo no es propio, sino prestado. Gran Canaria está partida en dos. No es por clima o paisaje. De percepción. De resentimiento. El norte, y especialmente la capital, mira con desdén al sur turístico, no por lo que es, sino por lo que ya no puede ser. Porque Las Palmas destruyó su litoral hace décadas. Arrasó sus dunas, sus playas urbanas y su frente marítimo con plataformas petrolíferas averiadas desde 2016 a la espera de que en Indonesia las quiera alguien desguazar, con muelles industriales que impiden ver el mar llenos de contenedores vacíos, con centros comerciales quebrados, con barcos-museo calcinados, con un urbanismo marcado por la aluminosis de la corrupción y obras eternamente inacabadas.
Y ese fracaso urbanístico, social y económico, no se asume. Se proyecta. Se disfraza de superioridad moral. Se convierte en desprecio hacia el sur de Gran Canaria, al que se acusa de vulgar, de turístico, de plastificado, como si no fuera precisamente ese sur —con sus recepciones, sus hoteles y sus camareros— el que mantiene en pie buena parte del PIB insular.
El resentimiento social es un fenómeno que no solo surge de diferencias económicas o culturales, sino que se enraíza en percepciones de injusticia y pérdida de estatus dentro de una comunidad. Según el antropólogo René Girard, este sentimiento se alimenta de la rivalidad mimética, donde un grupo imita y envidia a otro, generando una tensión que puede desembocar en rechazo o desprecio. En el caso de Gran Canaria, el resentimiento que algunos sectores de Las Palmas sienten hacia el sur no solo refleja diferencias económicas, sino un complejo resultado de la comparación constante y la frustración por un desarrollo desigual, que desemboca en un rechazo que oculta la dependencia real que mantienen del brillo y la riqueza que genera el sur.
El habitante del norte asiste a festivales, presume de “capital cultural” y critica el hormigón del sur, como si no viviera de él. Como si las papas arrugadas que sirven en Vegueta supieran más a tierra que las de Playa del Inglés. Como si sus sueldos, sus carreteras y sus instituciones no estuvieran en gran parte financiadas por los millones de turistas que bajan por la GC-1.
Y lo más irónico: muchos de los que reniegan del sur son los mismos que alquilan sus pisos en Airbnb, que veranean en invierno, que recomiendan sus playas a cualquier visitante, pero que luego se burlan de sus turistas, de sus guiris y atacan en redes sociales a sus centros comerciales. Critican lo que los sostiene, como quien muerde la mano que le da de comer… con la boca llena de mojito y la sombrilla clavada en las Dunas. El sur ha sido muchas veces tratado como un lugar de paso, de servicios, de segunda. Pero es hora de decirlo claro: el sur no necesita la aprobación del norte. Necesita respeto, voz propia y conciencia de su poder. Porque si seguimos permitiendo que nos vendan espejitos mientras se quedan con el oro, no será extraño que un día también se lleven el sol como ya se llevaron el Carnaval.
