Lopesan está dispuesta a poner todo el conocimiento en el golf como vehículo para consolidar la experiencia del turista. Y eso en el sur de Gran Canaria pasa por Anfi Tauro. Aquí, donde el sol no se pone, sino que golpea, donde la roca no cede y la tierra se resiste a ser domada, un hombre, y luego muchos, decidieron que aquel desierto debía parir un campo de golf. No fue fácil. Nada que valga la pena lo es. El campo de golf de Anfi Tauro fue una guerra de diez años. No una guerra con sangre, pero sí con sudor, frustración, planos rotos y piedras que no querían moverse. Fue una guerra donde la herramienta no era un fusil, sino un boceto, una excavadora y una convicción brutal de que los sueños del noruego Lyng podían clavarse en la tierra.
Bjorn Lyng no buscaba la gloria. Buscaba vivir. Su corazón —ese músculo traidor— le pidió que se retirara. Él obedeció, pero a su manera. Se retiró al sur de una isla volcánica, con cañas de pescar, pero no tardó en dejar las lubinas por las ideas. Miró la costa y vio otra cosa. Donde otros veían risco, él vio un resort. Donde otros veían un valle de polvo, él vio 18 hoyos verdes, trazados como cicatrices sobre la piedra. Robert von Hagge visitó la isla una vez. Fue suficiente para poner en marcha su visión, pero no para terminarla. Su alumno, su discípulo, el hombre en el terreno, fue otro. Él cargó con la piedra, con las decisiones, con el peso de mantener viva la coherencia de un diseño a lo largo de una década de cambios. Porque cambiaron los jefes, cambiaron los planos, cambió hasta el dueño. Pero el campo —ese campo— debía ser uno.
El hoyo 1 se hizo tres veces. El muro de roca, dos. Cada paso era una batalla. No era césped sobre tierra blanda, era césped sobre roca, sobre sed. El agua escaseaba. Los permisos tardaban. Los constructores aprendían mientras construían. A veces, parecía que el campo se burlaba de ellos. Y, sin embargo, lo lograron. No es solo un campo. Es un relato.
Anfi Tauro no es amable. Es bello como un caballo salvaje. Exige respeto. Es un campo que parece más difícil de lo que es. Porque, como decía von Hagge, ahí está la elegancia: en el engaño sutil, en la belleza que intimida. Cada hoyo es un cuadro. Eso lo dijo un jugador. Uno de hándicap 19, que lo jugó sin miedo. Y lo disfrutó como se disfruta una buena historia: con el pulso rápido y la boca seca.
Lyng no lo vio terminado. Murió antes. Pero dejó el plan trazado, y otros lo siguieron. Hoy lo gestiona Lopean, y bajo la mirada de Javier Suárez, Anfi Tauro late. Late como una historia que costó sangre —no literal— pero sí voluntad. No hay en Europa un campo más ambicioso. No hay otro que haya nacido con más obstáculos. No hay otro que celebre el paisaje sin intentar dominarlo. Anfi no impone al entorno, se funde con él. Deja el verde donde hace falta, y lo demás, lo deja a la tierra. Lo deja a la roca. Y eso no se diseña en un escritorio. Anfi Tauro no fue una obra. Fue una obsesión. Una guerra ganada a golpe de convicción. Una cicatriz verde en el vientre duro de Gran Canaria. No hay que ser golfista para entenderlo. Basta haber amado algo tanto que te haya costado todo.
