El viento soplaba desde el suroeste y traía sal y pólvora. Había un silencio extraño en la costa. No era el silencio del miedo. Era el otro. El que se oye cuando los hombres deciden resistir.
En la rada de Arguineguín, los pescadores no salieron ese día. Sabían que algo venía. Lo sabían desde hacía días. Al sur, hacia el horizonte, se alzaban las velas de guerra. Velas altas, velas negras. Eran los ingleses. Eran muchos.
En otoño de 1595, la flota inglesa liderada por Sir John Hawkins y su primo Francis Drake se acercó a la costa sur de Gran Canaria. Su objetivo era sencillo pero ambicioso: abastecerse y atacar posesiones españolas en América. Hawkins, un oficial naval experimentado y administrador de flotas, estaba enfermo pero decidido.
Las costas del sur —lugares como Arguineguín, Pasito Blanco y Santa Águeda— parecían puertos tranquilos para reponer provisiones. Pero las milicias locales, formadas por campesinos, pescadores y artesanos, tenían otros planes. Se organizaron rápidamente y usaron el terreno abrupto para defender su tierra con ferocidad.
Hawkins se opuso al ataque, advirtiendo sobre la pérdida del factor sorpresa y el riesgo que suponía. Sin embargo, Drake insistió. Los ingleses intentaron desembarcar, buscando agua y suministros, pero encontraron resistencia feroz. Se produjeron escaramuzas, con heridos y bajas.
En pocos días, la flota inglesa se vio obligada a retirarse sin cumplir sus objetivos. Hawkins, debilitado por la enfermedad y los fracasos, murió semanas después frente a la costa venezolana. Su muerte marcó el fin de una época y es un testimonio de la resistencia de Gran Canaria y los límites del poder naval inglés de entonces.
Hoy, Hawkins es recordado en Inglaterra como pionero naval y figura controvertida, pero su derrota en Gran Canaria sigue siendo un episodio poco conocido que marcó la historia marítima isabelina.
Drake venía al sur de Gran Canaria nada menos que con una flota de 28 barcos y 4.000 hombres. Le acompañaba John Hawkins, más viejo, más sabio, más cansado. Querían tomar la isla, quemar la ciudad, llenar los barcos y seguir hacia el Caribe. Creían que sería fácil. Pero no lo fue.
Los hombres del sur no eran soldados. Eran molineros, pastores, curtidores, barqueros. Pero tenían ojos que miraban el mar y manos que sabían disparar. Desde Santa Águeda —donde hoy hay otro tipo de piratería de cemento— hasta Maspalomas, los caminos se cerraron. Las piedras se apilaron. Las mujeres cosieron pólvora en sacos. Había silencio. Y dentro del silencio, decisión.
Drake rodeó la isla. Pensó en entrar por el norte. Cambió de idea. Luego quiso entrar por Arguineguín. Luego por Meloneras. No pudo. Las baterías costeras rugieron. Las aguas eran poco profundas. El oleaje les castigó. Perdieron hombres. Perdieron tiempo. Perdieron el elemento más valioso: la sorpresa.
Desde las alturas de Ayagaures, los centinelas encendieron fuego. Los fogaleros de Fataga vieron el humo y respondieron. En Tunte ya se hablaba de defensa. En menos de dos días, la isla entera estaba en pie. Nadie dormía. Nadie huía.
Las milicias canarias estaban allí. Gente de Mogán, de Tunte, de Fataga. No tenían cañones. No tenían barcos. Pero tenían escopetas, cuchillos y tiempo. Tenían rabia.
Uno de los capitanes ingleses regresó herido. Otro no regresó. Hawkins dijo basta. Dijo que no se debía pelear por agua. Dijo que se debía seguir.
Drake no lo escuchó.
Hawkins volvió a su camarote. Tenía fiebre. Las manos le temblaban. Escribió algo. Tal vez un informe. Tal vez una carta. Nadie la vio.
El barco zarpó. La costa del sur quedó atrás. Las dunas, los riscos, los montes grises. Nadie cantó. Nadie disparó al aire. Solo se fueron.
Una semana después, Hawkins murió.
Murió lejos. Frente a América. Murió sin isla, sin victoria. Lo envolvieron en lona. Le ataron dos balas de cañón a los pies. Y lo echaron al mar. El sur de Gran Canaria no fue su tumba. Pero fue su final.