Si esto hubiera pasado en Maspalomas en Las Palmas estarían saltando las cadenas de TV vendiendo directos a Madrid. El humo trepa por las paredes como si la desgracia tuviera uñas. Negras, sucias, insaciables. Lo llaman incendio, pero esto fue otra cosa. Fue la ceniza de una verdad que nadie quiere contar en esta ciudad que finge que no pasa nada. Que no vio nada. Que no arde cuando arde. Que maquilla el desastre si los quemados no llevan chancletas alemanas ni visado británico en el sur de Gran Canaria.
En la calle Doctor Miguel Rosas número 39, en la mismísima entraña del barrio de Las Canteras que respira lo que no enseñan en los folletos de Turespaña, un edificio se incendió la madrugada del miércoles. Las llamas mordieron desde abajo, como si la pobreza tuviera un soplete en cada esquina. Y allí dentro, sesenta almas, doce heridas, un niño de tres años evacuado al Materno, un vecino en estado grave en el Negrín. Pero, ¿Quién importa cuando no eres turista con seguro de viaje?
De los sesenta desalojados, cuarenta y ocho eran turistas, sí, turistas, aunque no lo diga el parte oficial. Venidos de Mauritania, con melfa, con dineros, con ganas de gastar en Mesa y López lo que ya no dejan los franceses tacaños ni los nómadas digitales que van por la ciudad como si fueran embajadores del futuro. Esos africanos que aquí no quieren llamar turistas porque eso implicaría reconocer que hay oro en su piel tostada por el sol del Sahel. Nunca les ha dedicado la Zona Comercial de Mesa y López ni un post en sus redes por su día nacional cada 28 de noviembre. Que alguien pregunte a los grandes almacenes, ópticas, tiendas de ropa de niños o cadenas de restauración en franquicias por el dineral de los mauritanos. Prefieren franceses.
La ciudad los llama “visitantes”, como si vinieran de paso a molestar. Como si no dejaran 600.000 euros semanales solo en la zona comercial. Como si su dinero no valiera lo mismo que el del alemán que desayuna salchichas en Playa del Inglés. El silencio institucional es brutal. No hay comunicado, no hay protocolo, no hay recolocación. Que se las arreglen, que no molesten, que no salgan en la foto.
El incendio empezó a la 1:14. Los muebles en la acera, los gritos en las escaleras, la humareda subiendo como un mal presagio. Unos dicen que fue una colilla, otros que alguien preparaba una obra en la planta baja. Todos sospechan que alguien lo encendió con más intención que descuido. Lo cierto es que las llamas bailaron durante seis horas y, cuando se apagaron, el edificio era un esqueleto tiznado.
La Policía Científica investiga. Se barajan todas las hipótesis, menos la que realmente importa: que las vidas que ardieron allí no pesan igual en la balanza mediática porque no tienen el pasaporte adecuado. Que los turistas mauritanos no caben en la postal de Las Palmas aunque paguen más por un pantalón en Zara que un Erasmus por toda su estancia.
Y ahora, tras los aplausos a los bomberos y los partes médicos, queda el eco del desprecio. Queda el miedo que alguien sembró con una mentira ruin: que si se quedaban les iba a caer encima la policía. Como si fueran ilegales, como si no hubieran venido con billete de vuelta. Dejaron ropa, dejaron maletas, dejaron dignidad en la acera tiznada, porque alguien les dijo que aquí no eran bienvenidos. Las Palmas oculta. Las Palmas calla. Porque aquí, si no ardes en inglés o alemán, no ardes. En Las Palmas el fuego no es noticia si calcina a los invisibles. Si esto hubiera pasado en Maspalomas en Las Palmas estarían saltando las cadenas de TV vendiendo directos a Madrid.