En el sur de Gran Canaria, donde el sol cae a plomo sobre la piel como un castigo ancestral y el turismo todo lo ocupa menos el alma del territorio, ha nacido un brote raro, una semilla de revuelta tranquila: la Escuela de Ciudadanía. Suena grandilocuente, sí. Pero lo que propone —al menos sobre el papel— no es humo de consejería ni papel mojado de boletín oficial. Es otra cosa. Más cercana a un rumor de barrio que a un decreto.
La Consejería de Presidencia, Administraciones Públicas, Justicia y Seguridad del Gobierno de Canarias, bajo el timón de Nieves Lady Barreto, ha lanzado un proyecto que pretende enseñarle al pueblo a hablar en voz alta, sin miedo y con método. No se trata solo de dar la palabra, sino de construir las condiciones para que esa palabra se sostenga, se organice y se convierta en acción compartida.
El estreno será en septiembre, con talleres en San Bartolomé de Tirajana y en La Laguna. Pero es en el sur, en ese triángulo que va de San Fernando a El Tablero y termina en el barranco de Arguineguín, donde esta escuela adquiere un valor especial. Porque ahí, en el corazón de la tierra exprimida por el turismo de pulsera, también hay pueblo. Y también hay ganas de organizarse, de dejar de ser paisaje para convertirse en sujeto.
Una escuela sin pupitres ni corbatas
La Escuela de Ciudadanía no tiene pupitres ni crucifijos en la pared. No hay recreo, ni campana, ni director con despacho cerrado. Lo que hay es calle, plaza, centro cívico, asociación de vecinos, mesa comunitaria. Y lo que se enseña es a montar procesos colectivos, a facilitar encuentros, a convertir la queja suelta en propuesta firme.
Cuarenta plazas. Cincuenta horas. Veinte guiadas, treinta por libre. Parece poco, pero es mucho si se piensa bien: es el tiempo suficiente para sembrar en quien ya anda con la semilla en la mano. Para que quien trabaja en lo social, en lo vecinal, en la sombra de las parroquias laicas, aprenda a sostener el grupo, a leer la tensión, a guiar sin mandar.
Un sur que escucha, aprende y se rebela
En San Bartolomé de Tirajana hay barrios donde los discursos no llegan, pero las necesidades arden. Gente que trabaja en tres hoteles distintos y duerme en un solo colchón. Gente sin papeles que lo tiene todo claro menos el futuro. Gente que cuida, que limpia, que aguanta. Y que a veces también sueña.
Es ahí donde la Escuela puede prender como fuego en rastrojo. No como salvación, sino como herramienta. No como caridad institucional, sino como posibilidad organizada. Porque si algo enseña esta tierra es que lo colectivo nunca fue una moda, sino una urgencia. Y que cuando los de abajo se juntan, el poder se incomoda.
Una red que crece como la lava bajo el suelo
La Dirección General de Transparencia y Participación Ciudadana ya ha empezado a tejer red con cabildos y ayuntamientos. Lo que busca es formar nodos, extender la escuela como quien extiende un rumor con vocación de terremoto. Cada municipio que se sume será un nuevo punto de resistencia cívica, una nueva esquina donde la ciudadanía no se limite a votar cada cuatro años, sino que participe cada día.
Esta escuela, si cumple su promesa, será una rareza hermosa en un archipiélago que a veces parece resignado. Una escuela que no viene a enseñar verdades, sino a compartir preguntas. Una escuela sin notas, pero con consecuencias.
Y aquí, en el sur de Gran Canaria, donde el calor no perdona y el cemento ha reemplazado al alisio, una escuela así puede ser el principio de algo más grande. De una ciudadanía que no pide permiso para hablar. De una comunidad que no espera a que le resuelvan nada.
De un nosotros que empieza por un taller y termina en una asamblea.