En el corazón del sur de Gran Canaria, Maspalomas lleva décadas siendo mucho más que un destino turístico: es el termómetro de un cambio que se siente y se mide. Los registros históricos de sus veranos revelan una historia en la que las temperaturas medias de julio y agosto han ido subiendo con firmeza, mientras el aire, cada vez más seco, va cambiando la manera en que la isla respira y vive.

Durante los años cincuenta, el verano canario se conformaba con máximas que apenas tocaban los 28 grados, y las noches refrescaban hasta los 20. Hoy, el mercurio no solo se acerca casi a los 29 grados en sus picos máximos, sino que las mínimas nocturnas han subido y permanecen sobre los 22 grados. No es solo calor: es un nuevo escenario donde el calor no cede, y las noches tropicales ganan terreno.

Pero el calor no viene solo. La humedad relativa en Maspalomas en esos meses de julio y agosto es tan protagonista como la temperatura. Con un promedio que ronda el 60%, el aire suele descender hasta un seco 40% durante las horas centrales del día y escalar hasta un 80% cuando cae la noche. Es un aliento seco, persistente, que acompaña el aumento térmico y que afecta tanto a visitantes como a agricultores, que ven cómo el ambiente se vuelve menos indulgente con sus cultivos y sus jornadas.

Esta combinación no es un accidente. Es la marca del cambio climático que no solo calienta, sino que reseca. Maspalomas, con su mezcla de sol implacable y aire cada vez más seco, se ha convertido en un laboratorio natural donde se ensayan los desafíos que enfrenta todo el archipiélago. Es un pulso que mide la resistencia de una isla que debe adaptarse sin perder su esencia ni su futuro.

Las cifras son claras y están ahí para quienes quieran verlas: más calor, menos humedad, noches que ya no refrescan y un día que se hace eterno. Maspalomas no miente, y sus datos llaman a la acción. El termómetro y el aire seco son la crónica de un tiempo que exige respuestas.