Bajo el sol impúdico que dora las fachadas de los hoteles en Playa del Inglés, donde la vida se vende como un sueño de todo incluido y la despreocupación parece moneda de curso legal, se tejen a veces historias de una oscuridad palmaria, de traiciones urdidas con la misma frialdad con la que se gestionan los números. Tal es el caso de Andrés, antiguo técnico bancario en una sucursal de Banesto (hoy cobijada bajo el manto del Banco Santander), un hombre que, con la familiaridad de lo cotidiano, convirtió la confianza de sus clientes en la coartada perfecta para un despojo.
La telaraña del engaño: Un fondo de inversión y una firma al vuelo
Andrés, con su número de usuario interno, NUM001, y la sonrisa protocolaria de quien ofrece seguridad financiera, mantenía una relación diaria con los ahorros ajenos. Entre sus tareas, la oferta de fondos de inversión, esas promesas envueltas en jerga que suenan a futuro, a multiplicación. Así fue cómo en agosto de 2011, tejió la primera hebra con el matrimonio formado por Bernardo y Miriam, clientes de toda la vida de la sucursal 5735. Les ofreció un fondo de inversión garantizado, a dos años, por 30.000 euros. Una salida honrosa para unos ahorros que buscaban, ingenuamente, productividad. El contrato, identificado con el NUM002, se firmó con la misma aparente normalidad con la que se respira en el cálido aire de la playa.
La relación, sin embargo, se deslizó de lo profesional a lo personal, especialmente con Don Bernardo, quien recibió la tarjeta de Andrés con un número de teléfono particular, una invitación a la cercanía, a la intimidad tramposa. Las consultas sobre sus ahorros, sobre otras menudencias bancarias, se hicieron frecuentes. Y fue entonces, cuando la confianza había echado raíces profundas y el aprecio había ganado terreno, que Andrés dio el golpe.
Era el 8 de mayo de 2012, a las 17:06 horas. Una tarde cualquiera en la sucursal de un paraíso turístico. El encausado, con una astucia digna de mejor causa, hizo que Don Bernardo, ajeno a la trampa que se cerraba sobre él, firmara un documento. Un papel que, bajo su inocente rúbrica, instaba al banco a reembolsar el fondo de inversión y a ingresar los 30.000 euros en la cuenta común del matrimonio (NUM003). El banco, la maquinaria impersonal, cumplió al día siguiente, el 9 de mayo de 2012.
El robo en la sombra: La caja vacía y un patrimonio desvanecido
Pero la estafa no había hecho más que empezar. El documento de reembolso, curiosamente, solo llevaba la firma de Don Bernardo. La de su mujer, Miriam, brillaba por su ausencia, al igual que cualquier rúbrica de la entidad comercializadora. Dos días después, el 11 de mayo de 2012, Andrés vio su oportunidad. El puesto de caja de la sucursal, ese altar del dinero en efectivo, estaba libre, a su disposición. Aprovechó su número de identificación profesional interna (NUM001) para tramitar el recibo fatídico: "recibí en efectivo 30.000 euros". Debajo de la casilla destinada a la firma del titular, una caligrafía ajena a Don Bernardo, ajena a su mujer, ajena a cualquier persona autorizada, certificaba la salida del dinero.
A las 12:57:58 de aquel día, el registro bancario atestiguaba la operación. Los 30.000 euros se evaporaron de la cuenta del matrimonio y, como por arte de birlibirloque, fueron a parar a las manos del acusado, quien, de manera ilícita, los incorporó a su patrimonio. Una estafa en pleno día, en el corazón financiero de un centro turístico.
El despertar cruel: Enfermedad, necesidad y la verdad desnuda
La vida siguió su curso, o al menos eso creían Bernardo y Miriam, convencidos de que su fondo de inversión seguía intacto, productivo. Hasta que a finales de 2014 o principios de 2015, la cruda realidad se presentó sin pedir permiso. Don Bernardo, enfrentado a urgentes necesidades médico-quirúrgicas, acudió al banco para disponer de parte de sus ahorros. La sorpresa, un golpe certero, lo dejó sin aliento: entre el 8 y el 11 de mayo de 2012, el fondo había sido cancelado, el dinero reembolsado y retirado en efectivo. Los 30.000 euros, esfumados.
La estafa no solo les privó de sus ahorros, sino que les obligó a endeudarse, a solicitar préstamos personales con los consiguientes gastos e intereses, una carga adicional al dolor de la enfermedad. Una cicatriz que el tiempo, ni los veredictos, han podido borrar del todo.
La lenta danza de la Justicia: Un veredicto y un eco tardío
La maquinaria judicial, tan pesada como los siglos de las dunas, comenzó a moverse en febrero de 2015. Un procedimiento abreviado por estafa que se arrastró en los juzgados de instrucción hasta noviembre de 2021, una muestra más de esas "dilaciones indebidas" que la propia justicia a veces se concede. Finalmente, la Audiencia Provincial de Las Palmas, Sección Primera, dictó su sentencia el 4 de noviembre de 2022.
Andrés fue condenado como autor de un delito de estafa agravada, con la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas –una piedad procesal ante la lentitud del sistema–. La pena: ocho meses de prisión y una multa de cuatro meses a razón de seis euros diarios. Se le impuso la obligación de indemnizar a Bernardo y Miriam con 30.000 euros, más los gastos e intereses de los préstamos forzosos. Y el Banco Santander S.A., como sucesor de Banesto, fue declarado responsable civil subsidiario.
Andrés, inconforme con el veredicto, interpuso recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Sus alegatos: la composición del tribunal, la validez de las diligencias por supuestos excesos en los plazos de instrucción, la vulneración de la tutela judicial efectiva. Argumentos sobre un magistrado que firmó por otro, sobre la dilación de la fase de investigación. Pero el Supremo, con su lógica implacable, desestimó uno a uno los motivos, confirmando la sentencia de instancia. Las pruebas, las huellas de la estafa, eran lo suficientemente sólidas, y la "invalidez" de algunas diligencias no fue suficiente para derribar un juicio que, aunque tardío, había desnudado la verdad.
Así, la justicia, con su lentitud exasperante, ha dictado sentencia. Pero la historia de Andrés, de Bernardo y Miriam, y de los 30.000 euros esfumados en una sucursal de Playa del Inglés, permanece como un recordatorio agridulce: que incluso en el paraíso más soleado, la avaricia humana encuentra siempre una sombra donde camuflar su rostro más feo. La arena sigue, el sol sigue, y bajo ellos, la eterna danza entre la confianza traicionada y el amargo sabor de la factura.
