En el inescrutable y a menudo esperpéntico entramado fiscal de estas islas afortunadas, el Arbitrio sobre Importaciones y Entregas de Bienes en las Islas Canarias (AIEM) se yergue como un monumento a la singularidad. Formalmente, una pieza de orfebrería burocrática destinada a proteger al productor local y, de paso, llenarle los bolsillos a la autonomía. El informe que Canarias debe remitir antes del 30 de septiembre de 2025 lo está elaborando el Gobierno canario sin la voz de los municipios turísticos, que es donde se amasa la recaudación del impuesto patriótico de Asinca, la patronal industrial insular que lo defiende frente a los importadores y grandes tenedores de suelo comercial como Lidl, Carrefour, El Corte Inglés, Aldi o Ikea.
Buena parte del futuro del AIEM, que grava desde productos químicos para piscinas, aguas residuales de ayuntamientos o limpieza de hoteles, bares y restaurantes, está en manos de la DG Mercado Interior, Industria, Emprendimiento y Pymes (DG GROW) anteriormente estaban a cargo de la Dirección General de Mercado Interior (DG MARKT) y la Dirección General de Empresa e Industria (DG ENTR). La DG GROW desarrolla y ejecuta las políticas de la Comisión en materia de empresa e industria, así como en el mercado único.
En la práctica, un peaje casi bíblico que, en su peculiar aplicación, castiga a quien más contribuye. La muesca más reciente de esta joya legislativa es que la Comisión Europea, en su infinita sabiduría y lejanía, recibirá una propuesta de Canarias sobre el AIEM. Y, para sorpresa de nadie, lo hará sin un solo informe en contra que emane de esos mismos municipios turísticos que son la inagotable gallina de los huevos de oro de esta peculiar recaudación. Un silencio elocuente, por no decir ensordecedor.
Piensen en Maspalomas. O en Mogán. Kilómetros de camas hoteleras, riadas de turistas con sus carteras bien abiertas, un trajín constante de restaurantes, comercios y guías que convierten la duna en lingotes contantes y sonantes. Cada hotel, cada plato de papas con mojo, cada crema solar comprada, cada vuelo chárter que aterriza en la pista de Gando, todo ello es el engranaje que, directa o indirectamente, engrasa la recaudación del AIEM. Estos municipios son, a la postre, la mula que tira del carro fiscal canario. Pero si uno se detiene a escuchar, descubrirá que la mula tiene la voz atada. La paradoja es de órdago: generan la riqueza que alimenta este arbitrio, son la base sobre la que se asienta su existencia, pero su participación en la configuración o revisión de las reglas del juego es, cuando menos, testimonial. ¿Frustración? Más bien una indignación contenida, el clásico mutismo del que sabe que su pataleo no alterará la hoja de ruta marcada desde los despachos capitalinos.
Pero la sangría del AIEM va mucho más allá de las cuentas municipales y se cuela en las tuberías de la industria que nos da de comer. Un capítulo especialmente sangrante son los productos químicos, ese ejército invisible que mantiene la civilización en hoteles, restaurantes y complejos turísticos. Hablamos del cloro para que las piscinas no sean un caldo de cultivo, de los desinfectantes que aseguran que la gastronomía no acabe en urgencias, de los floculantes para que el agua del grifo no tenga sabor a charco y de los ácidos que mantienen a raya las tuberías de un sector sediento.
Estos elementos, en su vasta mayoría importados, se topan de bruces con el AIEM. Esto significa que cada litro de lejía industrial, cada saco de sal para la descalcificación, lleva pegada una etiqueta de "sobrecoste". Un arancel invisible que engorda la factura de gastos operativos de cada establecimiento. Es la hostelería, esa columna vertebral de nuestra economía, la que soporta este peso extra. Y uno se pregunta: ¿Es lógico que el sistema fiscal estrangule sutilmente a quien garantiza la higiene y la calidad que tanto pregonamos de nuestro destino? Quizá la respuesta la tengan los que confeccionan la lista de productos gravados, muy lejos de las sábanas blancas y los cócteles junto a la piscina.
Este gravamen sobre insumos tan fundamentales no es una nimiedad; es un puñalín a la competitividad del destino canario. En el ring global del turismo, donde cada céntimo cuenta y la competencia es feroz, un impuesto añadido a lo básico puede ser el clavo en el ataúd de la inversión. Obliga a las empresas a bailar un tango incómodo: o lo asumen a costa de su margen de beneficio (que ya es de por sí ajustado), o lo repercuten en el precio final del servicio, encareciendo el paraíso, o lo escatiman, comprometiendo la calidad y, por ende, la tan cacareada "sostenibilidad". La necesidad de revisar este AIEM, de ajustarlo a la realidad de la industria, ha sido un clamor constante del sector. Un clamor que, curiosamente, parece evaporarse antes de cruzar el umbral de ciertos despachos en la senda hacia Bruselas.
El AIEM es el andamiaje fiscal de Canarias. Pero su aplicación actual, con la silenciosa contribución de los municipios turísticos y el sobrecoste añadido a la base misma de la higiene y la operativa, dibuja un escenario donde la lógica brilla por su ausencia. La demanda de una mayor representatividad para esos municipios que son la fuente de vida del tributo y la búsqueda de soluciones para aliviar la carga sobre la industria son debates que están sobre la mesa. Debates que, esperemos, no se queden en el eco de una sala de congresos donde la propuesta ya ha partido, sin el incómodo informe en contra.