El aeropuerto de Gran Canaria es una pasarela. Un carrusel de gente que se mueve con la ilusión de quien se va o la prisa de quien llega. Un lugar donde los sueños se inflan como globos. Pero tras los paneles de cristal y el olor a Duty Free, hay un submundo donde los sueños no valen un carajo, y la única ley es la del plato vacío.
Ahí, en ese limbo de pasillos y cocinas industriales, un puñado de trabajadores de PANSFOOD SAU, la empresa que se dedica a dar de comer, ha tenido que ir a los tribunales. ¿El motivo? Una cosa tan simple, tan de andar por casa, que uno se pregunta en qué clase de país vivimos. Que a los trabajadores les daban la comida justa, la comida de los perros, la comida de los que no tienen voz. Bocadillos, bollería, ensaladas... Un desayuno de niños en edad escolar. Una vergüenza. Un insulto a la dignidad. Y la dignidad, amigo, no se vende. Ni en la Terminal.
La empresa, con la insolencia del que tiene el dinero por único dios, se defendía con las excusas de siempre. Ahorro, que si falta de espacio. Como si la dignidad del plato se pudiera medir en metros cuadrados. Como si el respeto se pudiera contabilizar en euros. Pero miren por dónde, el Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC), en un raro milagro de sentido común, ha dicho basta. Ha tumbado sus argumentos. Ha dicho que no. Que un bocadillo no es un menú. Y que ofrecerles las sobras de los pasajeros no es una alternativa. Y que soltarles cuatro duros para que se compren la comida es una burla de mal gusto. Porque el convenio, esa ley escrita con la tinta de las batallas obreras, dice que un menú digno es un derecho, no una limosna.
Y no contentos con el pan, los señores de la empresa, que de pan seguro que saben poco, habían quitado hasta los vestuarios. "Por la pandemia", dirían. Pero el miedo es el mismo de siempre, el miedo de que el trabajador esté demasiado cómodo. Y el TSJC, con una contundencia que se agradece, les ha obligado a restituirlos. Porque el sudor, antes de ir a casa, tiene que ir a la ducha.
Esto, al final, no va de bocadillos o de vestuarios. Esto va de lo de siempre. De quién tiene el sartén por el mango. De los mercaderes que confunden la eficiencia con el despojo. Que piensan que la productividad se consigue apretando el cinturón del que menos tiene, en vez de apretando el nudo de la corbata del que más gana. La sentencia es un puñetazo en la mesa, un recordatorio para los nuevos amos del cotarro. Que el derecho laboral, el bienestar y el cumplimiento de la ley no son algo que se pueda comprar, vender, o simplemente olvidar en nombre del beneficio. Es una lección básica que el Tribunal ha tenido que recordarle a los vivos, para que los muertos no se levanten a reclamar su plato de sopa.
Un pequeño rayo de luz en el oscuro mundo de las relaciones laborales. Un triunfo del plato de comida caliente. Y de la dignidad. Dos cosas que, para el que las necesita, valen más que todo el oro del mundo. Y el TSJC, que lo ha entendido, merece, al menos por hoy, un brindis.