Excavar en la ruleta de los miles de productos dañados en el bolsillo de los consumidores por la barrera arancelaria del AIEM es siempre una nueva sorpresa. Dicen que apenas es algo más de un centenar de productos cuando lo honesto es decir más de un centenar de referencias arancelarias. Antes del 30 de septiembre de 2025 hay que entregar la lista negra de productos que sufrirán incremento para defender la maquila de la transformación tipo México en EE.UU.
Y, entre esas referencias, las miserias. En Canarias la burocracia es un carnaval sin comparsa. Aquí lo mismo da que traigas en la maleta caviar iraní que una bolsa de peladillas para la comunión del sobrino. La ley aduanera, esa biblia de los sellos y las ventanillas, pone a todos en el mismo saco: cinco por ciento de penitencia, tanto para el lujo de millonarios como para el azúcar barato que calma la rabieta de un niño.
Un disparate digno de Valle-Inclán: la Hacienda autonómica disfrazada de arlequín, azotando con la misma vara al ricachón que descorcha champán en su yate y a la madre que compra caramelos de piñata en el Lidl del barrio.
El caviar, ese oro negro que se pasea por los manteles de lino, paga lo mismo que las grageas, las peladillas y los caramelos que se derriten en los bolsillos de un pantalón infantil. Y para colmo, hasta el queso fresco, humilde y de nevera obrera, cae en la trampa arancelaria si cumple las ecuaciones imposibles de humedad y grasa que redacta algún tecnócrata aburrido en su despacho de la Comisión Europea o Madrid.
El resultado es grotesco: en Canarias el Estado protege a nadie y castiga a todos. No hay fábrica de caviar en Telde ni de caramelos en Fuerteventura, pero sí hay familias que ven cómo la fiesta de cumpleaños cuesta más porque alguien decidió que las chuches eran competencia desleal para una industria fantasma. La isla es un teatro y la norma, una broma pesada. Pagan lo mismo las huevas de esturión que las gominolas en forma de osito. Y así, mientras el niño se empacha con azúcar, el rico unta blinis con cucharadas negras. Diferentes mesas, distinta vida… pero el mismo arancel.
El disparate está servido. En Canarias los dulces de los críos y el lujo de los magnates comparten tasa y castigo. Una justicia fiscal ciega, sí, pero de esas cegueras que huelen más a pitorreo que a balanza equilibrada.