Se cumplen 20 años de investigaciones sobre el mayor yacimiento de restos prehispánicos de Canarias. El pasado, esta es la verdad, es un asunto incómodo. Un puñado de huesos que te recuerdan de dónde vienes. Un estorbo para el progreso, para las obras de la autopista, para el negocio del cemento. En el sur de Gran Canaria, el progreso pasó por encima de un cementerio. Un gran cementerio de 2.000 m², con unas 150 tumbas que contaban la historia de los antiguos canarios. Y lo que no se destruyó a golpe de máquina, se dejó morir en el olvido de un almacén.
El hallazgo de la necrópolis de Lomo de Maspalomas no fue un milagro. Fue una molestia. La construcción de la autopista GC-1 en los años 80 del siglo XX arrasó con una parte del yacimiento, la más fértil en sepulturas. Los que se encargaron de la intervención, en lugar de frenar, hicieron una chapuza: arrancaron de la tierra lo que quedaba, metieron los restos en bloques sedimentarios y los arrojaron a un almacén. Un acto de desidia burocrática. Y allí, en la penumbra de una nave, sin presupuesto, sin honores, los huesos se pudrieron.
En 2005, veinte años después, se decidió empezar a desenterrar el tesoro que habían enterrado. Se intervinieron once bloques que contenían dieciocho individuos. Y el estudio, aunque limitado, reveló la riqueza que se había abandonado. Había fosas y cistas, enterramientos individuales y un espacio funerario de uso colectivo. Pero lo que nos queda no es una historia de un hallazgo arqueológico. Es la historia de un crimen. Un crimen contra la memoria. La autopista se construyó sobre los restos de un pueblo, y la desidia se encargó de silenciar el resto. La única verdad es que los huesos, que sobrevivieron a la muerte, casi no sobreviven al progreso. Y todos somos cómplices.