Se fue José Ignacio Fernández Rodríguez en la madrugada de un domingo cualquiera, y con él se apagó una luz cálida en los pasillos del Juzgado de Instrucción nº 3 y del Juzgado de Violencia contra la Infancia en Las Palmas de Gran Canaria. No buscaba reconocimiento, ni aplausos, ni titulares. Su grandeza estaba en lo invisible: en cómo escuchaba, cómo acompañaba, cómo comprendía. Muchas familias del sur de Gran Canaria lo saben.
Cada expediente que tocaba de la comarca no era un simple papel, sino la vida de alguien. Y él lo sabía. Tras su escritorio, José Ignacio devolvía la dignidad a quien la había perdido por miedo, dolor o injusticia. Su mirada calmada, su voz suave, su gesto siempre paciente, eran antídotos silenciosos contra la angustia. Allí donde la burocracia podría herir, él ofrecía consuelo; donde la ley podía parecer fría, él ofrecía humanidad.
Y sin embargo, no era solo compasión lo que lo definía. Su humor, ligero y exacto, rompía la tensión de cualquier jornada difícil. Una anécdota o un comentario amable bastaban para transformar la seriedad de un juzgado en un lugar más habitable. Sus compañeros lo saben: con José Ignacio, las mañanas empezaban con un saludo genuino y las tardes cerraban con una broma discreta que aliviaba el peso del día.
Vivió entre papeles y procedimientos, pero su verdadera obra estaba en las personas. Enseñó que servir a la justicia no es solo aplicar la ley, sino cuidar a quienes la necesitan. Que la eficiencia no está reñida con la empatía. Que la fuerza de un servidor público no se mide en cifras, sino en la calma que deja en los demás. Se va demasiado pronto, pero deja un legado que no se mide en estadísticas. Sus hijos, Alejandro y Eva, y todos los que le conocieron en el sur de Gran Canaria desde los despachos oficiales y, como los llaman ahora, operadores, saben de su sabia conversación y llevarán siempre su ejemplo: la paciencia, la ternura, la integridad. Y cada vez que un juzgado devuelva paz a quien llega roto desde el sur de Gran Canaria, allí estará un poco de José Ignacio, presente y silencioso, recordándonos cómo se sirve desde el corazón. Descansa, José Ignacio. En los pasillos de la justicia y en la memoria de todos los que te quisimos, siempre habrá un espacio iluminado por tu bondad.