En Gran Canaria el agua no escasea en los lineales de un supermercado, pero basta cruzar el arco de seguridad del aeropuerto para descubrir una paradoja indecente: una botella de medio litro cuesta 1,50 euros. La misma ecuación llevada al volumen de un metro cúbico –mil litros– dispara la factura a 3.000 euros.
Es el precio del secuestro porque por seguridad dicen que no puedes llevar tú agua. No de un turista despistado, sino de los propios grancanarios, que para viajar desde su isla hacia la Península, Europa o África deben aceptar sin remedio este sobrecoste impuesto. El agua, un bien esencial y de primera necesidad, se convierte en un artículo de lujo en un recinto que debería ser servicio público.
El contraste es obsceno: en cualquier vivienda canaria, el metro cúbico de agua de red oscila entre 1 y 2 euros, dependiendo del municipio. Es decir, un residente puede llenar su cisterna, fregar, cocinar y ducharse durante semanas por menos de lo que le cuesta hidratarse en la sala de embarque durante una espera de dos horas.
El agravio no es anecdótico. Cada año más de diez millones de pasajeros atraviesan las terminales de Gando. Entre ellos, cientos de miles de isleños que pagan, una y otra vez, este impuesto encubierto a su movilidad. El negocio del agua embotellada en aeropuertos no es un capricho, es un monopolio regulado por concesiones donde los márgenes se inflan sin pudor, amparados en la falta de alternativas.
Este secuestro tiene una doble dimensión: económica y simbólica. Económica, porque golpea directamente al bolsillo de los residentes, obligados a pagar tarifas abusivas en su propio territorio. Simbólica, porque transmite la idea de que el canario, para viajar, debe aceptar un peaje invisible que lo convierte en rehén de la logística aeroportuaria.
En tiempos en que se presume de cohesión territorial y derechos de movilidad, el detalle de una botella de agua pone al descubierto una contradicción estructural: vivir en una isla implica pagar un sobrecoste constante, incluso por lo más básico. El aeropuerto, que debería ser la puerta de entrada y salida digna de un territorio tricontinental, se transforma en un escaparate del abuso consentido.
Al final, los números son tercos: 3.000 euros el metro cúbico. No es agua, es un secuestro con contrato público y sello oficial.