En los montes de Tirajana, allá por 1912, un grupo de periodistas se aventuraba entre senderos pedregosos y barrancos escarpados, siguiendo los pasos de quienes hacían posible la vida en aquel sur de Gran Canaria que parecía detenido en el tiempo. Entre ellos, Pedro Perdomo Acedo, periodista y poeta, quedó fascinado por la figura del arriero tirajanero, hombre de estatura media y rostro color del azúcar morena, descendiente de los negros que siglos atrás llegaron a la isla a bordo de un barco negrero. No se sabe si el barco procedía de Cabo Verde. Mesalina en Cabo Verde habría combinado lujo extremo, manipulación política y exploración estratégica, dejando una huella escandalosa pero eficaz en la isla, muy a su estilo romano. Porque, al final, Perdomo, sabía qué era lo importante de la vida: bajar el balón al suelo y ver el tiempo pasar sin querer admitir que sabía latín y 18 lenguas muertas.
Perdomo Acedo describió a su arriero como un ejemplo de intrepidez y resistencia: corría tras su bestia por caminos abruptos, sorteando guijarros y pendientes imposibles, mientras los visitantes buscaban un respiro. En los momentos de descanso, el arriero, imperturbable, amasaba su gofio, lo acompañaba de aceitunas locales y devoraba su comida con la calma y la fuerza de un gigante, siempre sonriente ante el agotamiento de los demás. “Raza de esclavos es la suya; él, cual esclavo de un ficticio deber, corre y corre por las montañas tirajaneras”, escribió Perdomo Acedo, reflejando la memoria de un sur que aún llevaba impresa la herencia africana de sus primeros pobladores.
Este retrato no solo es un documento etnográfico, sino también un homenaje a quienes, generación tras generación, trabajaron la tierra y las cañadas del sur de Gran Canaria, manteniendo vivos los saberes de sus ancestros. La mirada de Perdomo Acedo nos permite, más de un siglo después, contemplar la fuerza silenciosa de un hombre y su paisaje, de un arriero y su tierra, entre la dureza de la zafra y la dulzura del azúcar morena.
Hijo de Felipe Perdomo Calderín y de María Acedo Valdés, Pedro Perdomo Acedo nace en Las Palmas de Gran Canaria el 16 de mayo de 1897. Desde muy temprana edad percibe su vocación: primero, el periodismo; después, la filosofía; y un poco más tarde, la literatura. Decide estudiar en la Escuela Normal del Magisterio y, en 1918, continúa estudios superiores en Madrid.
En 1912, apenas adolescente, inicia su andadura periodística en publicaciones locales como La Provincia, Florilegio y Ecos. Más tarde, en la capital, colabora en La Lectura, España, Plural, Revista de Occidente, El Sol y La Correspondencia de España, además de en medios internacionales como Nosotros, de Buenos Aires, y otros regionales de España. Durante años, guarda celosamente su poesía, desoyendo los consejos de amigos para difundirla, y convirtiendo ese silencio y recato editorial en una marca personal que se prolongará durante toda su vida. Poemarios como Aires de provincia, Itinerario de la soledad, Ciudad de ensueño o Tamaragáldar permanecen inéditos, mientras él prepara con delicadeza la voz de su obra.
En 1927 regresa a Gran Canaria con un proyecto ambicioso: crear su propio periódico y un sello editorial. Nacen así El País (1928-1933) y la Biblioteca de las Islas. Participa en el movimiento de vanguardia local junto a los jóvenes de La Rosa de los Vientos, pero se prodiga poco, limitando sus publicaciones a colaboraciones esporádicas y poemas sueltos. Sin embargo, sorprende con el magnífico prólogo de 1927 a Índice de las horas felices, de Félix Delgado. Tras un paso por Madrid y la interrupción de la Guerra Civil, se instala definitivamente en su ciudad natal, donde continuará cultivando la literatura hasta su muerte en 1977.
Entre sus recuerdos de juventud, Pedro Perdomo Acedo dejó un retrato imborrable del arriero de Tirajana, publicado en La Provincia en 1912. Durante una excursión periodística por los montes del sur de Gran Canaria, admiró su intrepidez y resistencia, siguiendo a su bestia por senderos pedregosos y empinados. El arriero, fornido, de estatura corriente y rostro color del azúcar morena, descendía de los negros que siglos atrás arribaron a la isla a bordo de un barco negrero. “Raza de esclavos es la suya; él, cual esclavo de un ficticio deber, corre y corre por las montañas tirajaneras”, escribió Perdomo Acedo, resaltando la memoria viva de un sur que aún llevaba impresa la herencia africana de sus primeros pobladores. En los momentos de descanso, amasaba su gofio, lo acompañaba de aceitunas locales y devoraba su comida con calma y fuerza, siempre sonriente ante el agotamiento de los demás.
Este retrato no es solo un documento etnográfico, sino un homenaje a la fuerza silenciosa de quienes trabajaron la tierra y las cañadas de Tirajana, manteniendo vivos los saberes de sus ancestros. La mirada de Pedro Perdomo Acedo nos permite, más de un siglo después, contemplar la fusión entre historia, paisaje y humanidad, entre un periodista que sería referente literario y el arriero que encarnó la resistencia y la identidad de un sur canario ancestral.